La casa azul del sur (relato del taller #Veranonegro organizado por Cervantes y Cía)

El desierto no es sólo un lugar interminable. Recogí con el aspirador los restos de bicarbonato sobre el colchón antes de darle la vuelta para cerciorarme de que el somier y el suelo están limpios. Me sequé el sudor en la frente. No es el desierto de Mojave sino mi casa en Grazalema donde me dejo caer puentes y vacaciones. Una plaga de pulgas ha visitado la casa, me advirtió Carmen antes de darme la llave, bicarbonato y a frotar. Y se alejó bamboleándose como lo hacen quienes ya no tienen quién les admire al pasar. Cuando se fue, cerré la puerta y froté los pomos con vinagre de manzana y limón. Froté con ansia y olvidé deshacer la maleta, sacudir y colgar la ropa, ventilar los cuartos de arriba y descongelar el frigorífico. Para eso habrá tiempo. Froté con ahínco durante media hora los pomos heredados de mi casa azul. Casi eran lo que más valor tenía del lugar. Nadie me aseguraba que solo Carmen hubiera entrado en la casa, habían pasado muchos meses desde mi última visita. Me pareció ver chocolate (o quizá era sangre) en el pomo de la puerta del baño. Había llegado a última hora, pasadas las 11. Carmen apremiaba desde la carretera pues se perdía, en la espera, el inicio del concurso de telerrealidad al que estaba abonada. Cogí las llaves sin salir del coche, bajé la ventanilla y entraron de improviso todos los olores de mi tierra gaditana. Cogí las llaves y sonreí al darle las gracias -mientras ella me advertía de la plaga- y llegué al portón de la entrada, azul, que Carmen había dejado entreabierto. El sendero de gravilla parecía removido por el viento y deseé que ninguna de las últimas riadas en la zona hubiera arruinado los brotes de tomates de los que presumía el jardín. Aparqué junto a la puerta, la tierra no parecía firme y me temí lo peor, pero decidí comenzar por la casa, al fin y al cabo debía dormir en ella, y dejar los terrenos para la mañana. Para eso habrá tiempo. Cuando terminé con los pomos, repasé el suelo con el aspirador. Había arena en el suelo de casi todas las habitaciones, como en un desierto finito de tierra y sal. Me estiré de vez en cuando para desentumecer los riñones, la zona baja de la espalda. Quería terminar pronto, quería ir a dormir, haber olvidado cuando me levantase que hay casi más tierra seca en casa que fuera, que quizá por eso el terreno haya sido removido. Imaginé a Carmen corriendo bajo la lluvia hacia el portón azul, la imaginé descalzándose en cualquier habitación, caminando descalza mientras el agua y el barro se deslizaban insolentes por su pantalón. La veía abriendo la puerta del baño sin proteger con la manga del jersey su puño sucio, porque era barro, me decía, no chocolate (ni sangre). Encendí una a una las luces de mi casa azul gaditana y revisé rápidamente que todo estuviera en orden, que los sueños brillasen limpios y resbaladizos por la última vez que los acuchillé, que los pomos iluminasen los pasillos de la parte superior, que las camas continuasen con sus colchas de verano estiradas, que los baños estuvieran aireados sin pistas indeseadas de moho o de humedades mal avenidas. Apagué cada una de las luces de mi casa azul del sur tras revisar cada estancia con atención. Quería ir a la cama, quería dejarme caer en el abrazo cálido y reparador de Morfeo, quería soñar y olvidarme de la tierra removida y de las gotas de sangre en el lavabo. Carmen era demasiado mayor para tener la regla. Me dirigí a mi cuarto, ya sacudiré la ropa mañana y desharé también mañana la maleta de fin de semana. Ya habrá tiempo para eso, para la ropa y para revisar las matas de tomate. Así que me olvidé de todo y me tumbé sin cambiarme. Me quité los zapatos, sin deshacer los cordones, al tirarme sobre el colchón y ni siquiera tendré tiempo de pensar en aspirar de nuevo el suelo del cuarto, las huellas que dejé atrás, que emborronaron las baldosas de mi casa del sur. A las nueve de la mañana llamarán a la puerta con fuerza y preguntarán por Juan, el marido de Carmen. Juan, manos largas y corazón pequeño, un hombre a quien no conozco pero cuyo cadáver duerme el sueño de los ya olvidados bajo mi cama de la casa azul gaditana.

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