Ha llegado a su destino (relato para el concurso #historiasdeamor de Zendalibros e Iberdrola)

Buscó ansiosa el beep del teléfono que la anclase de nuevo a la realidad. Exploró sus pertenencias en el ajado bolso de polipiel marrón hasta dar con el aparato. Antes de tocar la pantalla un rostro conocido le salió al paso. Ojeras perennes, poros abiertos, una mirada que añoraba la acuosidad de sentirse viva. Dureza, impaciencia, rencor le devolvieron de nuevo a la pantalla. No tiene ningún mensaje. Mientras tanto deseaba que ese beep no hubiera sido fruto de su imaginación, que hubiera sido un anhelo con ansia de expandirse a través de las ondas, a modo de bits, por medio de radiofrecuencia, sin importar el soporte, la amarga espera o el doloroso mensaje. Sistema binario.

 Tú nunca me decepcionarías –  le había él dicho tajante, con un halo de esperanza en su voz y una sonrisa expectante en su líquida mirada.
Todo el mundo nos decepciona – eyaculó ella, y su voz dejó de ser tenue, suave, ronroneante. – hasta los hijos. Estamos hechos para ser defraudados y defraudar a quienes amamos. Para hacer daño deliberado, consentido y perpetuo. Para no dar las gracias, no pedir perdón, ni permiso. Para no mostrar afectos o sentimientos. Para no admitir que somos vulnerables y que somos islas vírgenes, intransitadas por los hombres o por los dioses.
Por eso precisamente sé que nunca me decepcionarías – argumentó pausadamente – estamos hechos a la medida de nuestras decepciones o, más bien, nuestras decepciones son proporcionales a nosotros mismos, a nuestros sueños, nuestras expectativas o nuestras esperanzas. Por eso jamás esperé nada de ti, por eso sé que jamás podrías decepcionarme.

Ella levantó la vista llorosa esperando encontrar frente a su una mirada de reproche o de anhelo, un ansia física de poseerla o despreciarla. Esperó sentir un deseo, una pasión, un latir. Levantó la vista y enjugó sus lágrimas.
–¿Ves, ojitos de perdiz? Ningún hombre merece esas lágrimas.

Se despidieron dos veces. Buscaron en cada abrazo el latir aferrado del otro. Y al separarse supieron que no podrían amarse del modo en el que el otro lo deseaba. No habría carnalidad, no permanecería el olor de su sexo en sus manos, sus labios o su pelo. No quedaría en sus sienes la escarcha del sudor de unas horas de soledad compartida. No habría despedida que pidiera más. Más sexo, más amor, más… Decidieron abrazarse esa segunda vez, sus cuerpos se fundieron inútilmente unos segundos. Sus manos, asidas a los antebrazos, se escurrieron lenta y pesadamente.
¿Hablamos pronto?
Por supuesto, ojitos de perdiz.

Y mientras se giraba, al tiempo que sus pasos la encaminaban a andén de la línea de metro que la conduciría a la capital de su desasosiego, él le susurró: no dejo de pensar en ti. Pienso en ti todo el tiempo.

Y los ecos de esa tenue declaración de amor resonaron a lo largo de las diecisiete paradas que la separaban y la acercaban a ese desasosiego. Y cuando quedaban escasos metros para volver a la realidad, deseó escuchar un beep, un mensaje, un tono que la ahuyentara del ensimismamiento febril que la poseía las últimas semanas, que la ayudara a dar, de nuevo, la bienvenida a su sombra. Un beep que la sacudiera, que le permitiera secar las lágrimas, desentumecer cada músculo, volver a soñar, permitirse sentir. Despertar.

Ha llegado a su destino. Errante, cabizbaja, entorna la vista, la puerta que la separa de la oscuridad, del paisaje urbano, de la conciencia real, tangible y demoledora de la soledad, que ya es esencia, parte indisoluble de su ser. Seña de identidad.

Marca el paso marcial. Trescientos, doscientos, ciento cincuenta metros: en su gélido pecho, cubierto por un pañuelo de seda, se oye por primera vez un ruido. Acompasa la zancada intentando emular el ritmo inherente de un corazón quebrado. Para en seco. Late, le pide,  late otra vez
Y su voz a mil años luz de la realidad arrulla entre ecos el sueño de los mil nacidos. Late, exige, late
Y entre los mil, uno despierta y antes de que le dé tiempo a esbozar una sonrisa inocente e incorrupta, una lágrima incoherente, ininteligible o incomprendida se atreve, por fin, a zambullirse desde el ojo de ese uno de mil, despierto en la noche, hasta la ventana que es testigo de cómo un corazón muerto y frío se enfrenta al invierno, a su sombra y a la vida.


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Un jurado formado por los escritores Lorenzo Silva, Juan Gómez-Jurado, Lara Siscar, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez seleccionó este relato el día 21 de febrero de 2017 entre los 20 finalistas del concurso. Gracias al jurado y a todos los que lo leyeron.

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